Opinión

OPINIÓN

Cara a cara

2 de agosto de 2020, 11:49 AM
2 de agosto de 2020, 11:49 AM

En otros tiempos que pueden remontarse a las décadas de los 60,70 y 80 del siglo pasado, el movimiento obrero, la fuerza de los trabajadores del país concentrada principalmente en la COB, en sindicatos, federaciones y otras organizaciones, tenían conductores de gran talla. Lo eran por su trayectoria, sólida formación, capacidad, compromiso y honestidad, entre otros atributos que cimentaban y proyectaban liderazgos fuertes, genuinos, convocantes, indiscutibles. Como los que, sin lugar a dudas, la historia nacional les reconoce a Juan Lechín Oquendo, Simón Reyes, Filemón Escóbar, Óscar Salas e Irineo Pimentel, entre otros. Se podía no estar de acuerdo con sus ideas pero imposible no respetar ni reconocer la dimensión e influencia que cada uno de ellos alcanzó en su momento. Fueron hombres que, con sus luces y sombras, trascendieron con nitidez en su lucha por los derechos y reivindicaciones de la clase social que delegó y confió en ellos su representación.

No obstante los cambios de épocas y circunstancias, -menos aún en esta perturbadora y sombría actualidad que nos agobia,- a ninguno de esos reconocidos dirigentes se les habría ocurrido, por ejemplo, amenazar con bloquear y dejar a las ciudades sin alimentos cuando la gente sufre por la pandemia y su economía devastada, hablar de ‘guerra civil’ y forzar una marcha como la convocada por la ahora obsecuente y manipulable COB contra la decisión del TSE de postergar las elecciones generales. Fue el martes en la ciudad de El Alto, con inocultable tufo político y en medio de una emergencia sanitaria nacional por el Covid 19 que cada día registra un número mayor de contagiados y se cobra más vidas entre los bolivianos. Una movilización descabellada que aumentó el riesgo de contagio para sus participantes con el letal virus y que derivó en actos vandálicos como el ataque salvaje a una ambulancia, la destrucción de cámaras de seguridad y daños al ornato público en la urbe alteña. Fue la marcha de la insensatez y del cinismo porque a sus impulsores, entre ellos el minero Juan Carlos Huarachi y el cocalero Leonardo Loza, les importó un rábano la salud de los aborregados marchistas y cínicamente pretendieron deslindar su responsabilidad en todo sentido. Ahora les falta coraje para dar cuenta de sus actos en las instancias judiciales.

En una gestión gubernamental desgastada y confundida por la pandemia, la profunda crisis económica y la campaña, una creciente conflictividad y la provocada violencia callejera, abonan el terreno sobre el que muy a sus anchas se mueven las huestes del ‘instrumento político’ que pretende incendiar el país para recuperar el poder a cualquier costo. Y es también innegable que el cocalero fugitivo mantiene, desde su cómodo refugio en Argentina, su influencia pertinaz sobre seudo-dirigentes, bufones y amarraguatos que comen de su mano y acatan sin chistar su voz de mando.

En catorce años del ‘proceso de cambio’ y porque él era incapaz de tolerarlo, nada ni nadie pudo hacerle sombra al caudillo único, al omnímodo ex-jefazo, a la deidad idolatrada. Entonces, se explica en cierto modo por qué en ese tiempo largo no surgieron ni se proyectaron desde su entorno o fuera del mismo, liderazgos buenos, auténticos, serios y comprometidos para representar dignamente a la clase trabajadora boliviana y para velar por la reivindicación de sus derechos y demandas. Un buen líder, un conductor idóneo, una figura trascendente como lo fueron los Lechín, Escóbar, Reyes, Salas, Pimentel y otros evocados con el reconocimiento a su lucha tenaz e inclaudicable por sus ideales y el respeto debido a su memoria.

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