Opinión

El abominable acto final

12 de noviembre de 2019, 3:00 AM
12 de noviembre de 2019, 3:00 AM

La noche del domingo 10 de noviembre, hubo que acelerar el cierre de la edición de EL DEBER con la renuncia de Evo Morales y su amplio registro noticioso. Cerca de la medianoche, el ambiente en nuestra redacción se había cargado de mucha tensión y nerviosismo. Las razones sobraban. 

No solamente porque quedaba trabajo pendiente tras una jornada muy intensa, estresante, agotadora y complicada en extremo, sino porque, a la par, se habían disparado llamados telefónicos y mensajes en redes sociales, casi ininterrumpidamente, con todo tipo de anuncios, advertencias y rumores sobre ‘movimientos sospechosos’ y, con recurrencia mayor, de un probable y hasta inminente avance de hordas delincuenciales sobre la ciudad para sembrar caos, pánico y destrucción sin control alguno.

Fue lo ocurrido en las horas precedentes, de modo incontenible, en otras partes del país amenazado por el estallido de una convulsión violenta de consecuencias imprevisibles. Así había quedado Bolivia tras el anuncio y las veladas advertencias de un presidente visiblemente ofuscado, perturbado e incapaz de asumir un mínimo gesto redimible en tan crucial momento.

Era absolutamente necesario que lo hiciera el mandatario renunciante para devolverle al pueblo boliviano la certidumbre y la paz social tan gravemente alterada. En esas horas tensas y angustiosas, la irracionalidad y la violencia se habían desbordado bajo las sombras de la noche que iluminaron las llamas dantescas que consumieron, junto a costosos bienes públicos y privados, las viviendas de autoridades oficialistas y opositores, incluso la de una periodista en la sede de Gobierno donde, además, un medio colega de comunicación se vio obligado a dejar en suspenso su edición impresa para preservar la seguridad de sus trabajadores.

Esa noche dominical, también a los cruceños les resultó muy difícil conciliar el sueño; la prolongada y estoica vigilia de protesta en las rotondas de la capital ñuflense y sus alrededores se tornó desapasible y angustiosa ante la posibilidad de un ataque proveniente desde los extendidos límites urbanos. 

Despiertos, hombres y mujeres, empezaron a experimentar los efectos de una pesadilla, temiendo por su seguridad, por su vida, por sus bienes. Se hizo interminablemente larga la espera del amanecer y las dramáticas circunstancias nos hicieron evocar un trágico episodio para la humanidad registrado en Alemania, hace 71 años, el 9 de noviembre de 1938 y conocido como ‘La noche de los cristales rotos’. Entonces se produjo un gran estallido violento provocado por el nazismo predominante en la época, en contra de la inerme población judía. 

Mientras los cuerpos policiales y bomberos observaban los hechos sin intervenir, de la atroz arremetida no se libraron hospitales ni cementerios. El saldo de los ataques inspirados por el odio enfermizo de un régimen desquiciado fue de más de un centenar de muertes y 30 mil secuestrados y conducidos a los campos de concentración para su gradual exterminio.

En pleno siglo XXI y ante el asombro del planeta, una estremecida Bolivia ha experimentado su ‘noche de cristales rotos’. Nunca más en el país otra de esas noches. El disparador de la violencia irracional fue el abominable acto final que eligió Evo Morales antes de abandonar el poder, tras quedar al descubierto por la OEA el vergonzoso fraude del domingo 20 de octubre, instrumentado por un manipulable y servil órgano electoral. Lo hizo sosteniendo hasta la obstinación que se lo había arrebatado un ‘golpe de estado’, incapaz él y sus corifeos de admitir y reconocer que, sin disparar un solo tiro, una pacífica y masiva movilización ciudadana hastiada del abuso, del embuste y de la prepotencia, le mostró firmemente la puerta de salida de su fastuosa ‘Casa del Pueblo’.



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