Pérdidas de cultivos, falta de agua, problemas de salud y un temor constante, son efectos de los incendios que ponen en apuros a los pobladores. Llega la solidaridad

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6 de septiembre de 2019, 4:00 AM
6 de septiembre de 2019, 4:00 AM

Ojos rojos, tos seca y molestia en la garganta son los problemas de salud comunes que afectan a los pobladores de la Chiquitania, que desde hace más de dos meses conviven con el humo y el fuego. Para sofocar las llamas y humedecer bosques y pastizales, las aeronaves ya han descargado más de 3 millones de litros de agua y, aunque algunos focos han sido controlados, el siniestro está pasando factura a los pobladores.

Peniel, una comunidad ubicada en el municipio de Roboré, es un valle protegido por los cerros de Chochís, de vegetación abundante, temperatura agradable y de un aroma a cítricos que ahora se confunde con el olor a madera, tierra, carne y frutos quemados.

Más de una docena de árboles de limón y mandarina están chamuscados; en el camino se observan los restos de un oso hormiguero, consumido por las llamas.

Las mangueras del precario sistema de riego están secas, pues hace semanas que no hay agua en el lugar. Las 17 familias que viven en Peniel recuerdan cómo entre el 16 y el 17 de agosto el fuego superó a la cuadrilla de bomberos del pueblo, cercó a la comunidad y arrasó con cultivos de yuca, maíz, cítricos y sandía. Para salvar sus vidas, los pobladores abandonaron sus viviendas y se cobijaron a orillas de la carretera, rezando para que el fuego no destruya todo el pueblo.

Días después de la tragedia, el presidente Evo Morales llegó al lugar, aterrizó en un helicóptero en la cancha y prometió ayudarlos. Andrea Soliz trata de no llorar cuando recuerda lo vivido. Ella debe ser fuerte por sus tres hijos, quienes, despreocupados, juegan en la tierra.

Los niños no entienden que su futuro es incierto, que la poca agua en botella que hay se la debe tomar sin derramarla.

“Después del incendio mi hija menor se enfermó de la garganta y mis otros dos hijos sufrieron  daños en sus ojitos, pero con unas gotitas mejoraron. No sé de qué vamos a vivir, todo está quemado”, dice Andrea.

Peniel cada vez que participaba de ferias productivas se llevaba la medalla de oro por su producción de limón, ese fruto muy codiciado por comerciantes que pagaban hasta Bs 400 por 1.000 unidades, un precio que para William Wiber, uno de los mayores productores de cítricos de Roboré, era muy bueno, pues cubría los costos de producción y le generaba algo de ganancia. Pero ahora de ese fruto campeón solo quedan cenizas.

“Hay que hacer un nuevo esfuerzo y levantarse”, dice William.

En Yororoba

Los problemas climáticos en la comunidad de Yororoba, a 50 minutos de Roboré, no son nuevos. Deben lidiar con el exceso de agua, con la sequía, los fuertes vientos y ahora con los incendios. Las llamas llegaron al pueblo y consumieron su savia (plantas de naranja, limones, sembradíos de sésamo y chía), para luego apagarse y dejar cicatrices entre los comunarios.

Hambre se llama la primera necesidad; sed, la segunda; y falta de dinero, la tercera. Alejandro Hurtado hace fila para ver si recibirá algunas bolsas de arroz, botellas con agua y quizás pantalones usados de las donaciones que se distribuyen en el pueblo.

“Es difícil saber qué voy a hacer en adelante. No tengo nada para vender, tendré que ir a la ciudad, pero mi pueblo me necesita”.

María, otra afectada, busca entre la ropa donada algo para su pequeña hija.

Muestra cómo quedó su chaco, luego de que el fuego consumiera sus cultivos de sésamo y chía. Gabriel Tejaya, su vecino, está seguro de que el viento cambiará y que en unos meses la tierra de Yororoba volverá a ser fértil y le dará revancha para sembrar yuca y mejorar el rendimiento de sus árboles de limón.

“Acá todos somos unidos, eso el fuego no podrá quemar”, asegura Gabriel, mientras se reúne con otros jóvenes que se alistan para verse, una vez más, cara a cara con el fuego.