En los municipios afectados se llegó a tener un promedio de 2.500 voluntarios; pero la cifra ha ido disminuyendo. Hay voluntarios trabajando más de 50 días

El Deber logo
22 de septiembre de 2019, 3:00 AM
22 de septiembre de 2019, 3:00 AM

“Los bomberos se van, pero el viento se queda”, dice Lorenzo Arredondo: albañil y desempleado por voluntad propia desde que decidió lanzarse a combatir el fuego aún sin saber cómo se hacía eso. En un mes y medio aprendió con lujo de detalles y ahora sabe estrangularlo, cómo tirarlo al suelo y rematarlo cuando las lenguas de ese monstruo están emitiendo el estertor de la muerte.

“Pero cada vez quedamos menos”, lamenta Lorenzo, y él es uno de los que permanece firme al pie de la selva que aún no ha sido tragada por las llamas que los incendios han provocado ya una catástrofe ambiental en Bolivia.

“Los bomberos se van, pero el viento se queda”, reitera este bombero voluntario que sabe que el viento es cruel porque cuando aparentemente todo ha terminado, retorna con sus espadas afiladas y enviste de nuevo al bosque y enciende el fuego en los troncos que todos creían muerto.

Lorenzo está sentado bajo la sombra de un árbol, en Rancho Grande, a 10 minutos de Roboré. Está sentado y cansado. Acaba de salir de una de sus últimas batallas que está siendo librada desde hace varios días en esta zona de la Chiquitania. El pasado jueves las llamas fueron abatidas a 20 metros de una casa. Pero el viernes volvió a despertar el fuego y de nuevo, junto a otros, tuvo que entrar a enfrentarlo. “Estoy bien agotado, como lo están mis otros compañeros. Se siente el cansancio. Hay días tremendos”, dice Lorenzo, bajo la sombra de un árbol que él ha protegido con su vida.

Víctor Hugo Áñez, asesor de Gestión de la Gobernación, coincide con lo que el país siente: “Los verdaderos héroes son los bomberos. Ellos están en la línea de fuego. En Roboré se tuvo un promedio de 500 bomberos con gente del Ejercito, forestales, de la Gobernación y voluntarios. En los 12 municipios afectados en Santa Cruz, 7.000 soldados del Ejército, 2.500 voluntarios, toda la logística de la Gobernación y sus bomberos y en San Rafael están los bomberos producto de la ayuda internacional”, enumera.

Pero después de tantos días de incendio–reconoce Áñez- los héroes de esta historia están agotados y muchos retornaron a sus casas, a sus trabajos o a hacerse ver con el médico.

“Muchos llevaban 50 días en la zona, desde el 20 de julio cuando la Gobernación emitió la primera alerta. La gente retornó a sus quehaceres, a vivir su día a día. Hasta por prescripción médica hay que hacerlos retornar para que se chequeen, se oxigenen. A la mayoría de los bomberos se les atendió por infecciones oculares, conjuntivitis”, dice Áñez, que además del agotamiento físico, revela que también se van gastando las botas, la indumentaria, los matafuegos, las palas y las mochilas donde cargan agua se van pinchando, porque en el bosque, además de fuego, también hay espinas.

Francisco Vargas ha dejado sus herramientas de trabajo de soldador y se ha convertido en un bombero. A simple vista no parece porque no tiene un overol ni un casco que lo identifique como tal. Está vestido con la ropa con la que salió de casa. No ha llegado a tiempo para que le den un uniforme. Lo que ha recibido es un barbijo con el que se protege del humo. Para que su esposa y sus tres hijos no sufran problemas económicos retorna a Roboré por unos días, trabaja, les deja algo de dinero y vuelve a los campos de batalla.

Jimy Cuéllar Vargas es uno de los que todavía no se ha ido. Tiene 42 años de edad y se siente cansado. “El humo, por más que usemos protectores, afecta”, dice este hombre que se ha convertido en bombero voluntario sin saber cómo se apagaba el fuego. Su historia empezó a escribirse hace más de mes cuando con 15 amigos formaron el grupo el Paquío, en honor a una fruta cuyos árboles están amenazados por los incendios. “Conseguimos una camioneta y dos turriles de gasolina y nos lanzamos a las zonas de las llamas”, cuenta sin ocultar que ha estado varias veces bajo riesgo de muerte y que las técnicas para apagar el fuego las ha aprendido en el día a día, en la práctica, con la misma rutina, cada vez que se enfrentaba a las llamas.

José Joaquín Cuellar también es bombero y ha aprendido el oficio en plena práctica. En el lugar del incendio ha sentido adrenalina, pero también tristeza por el tamaño del desastre y la devastación.

Hay algo que José Joaquín no puede olvidar. Ha visto animales muertos y eso es lo más triste que él ha soportado cuando luchaba contra los incendios. “La desolación que queda en el ambiente, todo quemado, eso es lo más grave”, dice, a 38 días de haberse convertido en un bombero voluntario. Lo que él le impide derrumbarse es que sabe que está realizando una labor humanitaria.

 

Desaliento por las quemas

El cansancio de muchos bomberos no solo pasa por el agotamiento físico que provoca una labor de mucha exigencia como es la de apagar un incendio. A muchos les desilusiona enterarse que mientras ellos están apagando el fuego, hay otros que lo están encendiendo.

Un bombero contó que cuando entraron a un predio de colonos donde las llamas amenazaban con quemar incluso algunas viviendas, no sabían cómo cortar un tronco que se estaba ardiendo y que era el principal foco de desastre. Necesitaban cortarlo rápido y con los machetes era una tarea muy morosa. Y aquí viene su decepción: “Nos enteramos que un colono tenía una motosierra, pero no la quería prestar. Tuvimos que alquilarla, pagarle unos pesos para que con ella cortemos ese tronco”, lamentó.

En el Valle de Tucabaca hay un lugar que se ha convertido en un panteón de árboles y de todo lo que habitaba en ellos. Ardió hace más de una semana y ayer el corazón de algunos troncos todavía palpitaba con una brasa encendida. El lugar se llama Santa Rosa, dentro del Valle de Tucabaca, a una hora de Santiago de Chiquitos. Se trata de predios que fueron chaqueados para actividad agrícola y ganadera.

El incendio convirtió a este lugar en un ambiente gris. A los costados los árboles que quedaron en pie parecían fantasmas con sus ramas bañadas en cenizas. Y al fondo, un sol hermoso y rojo contrastaba con el escenario macabro que dejó el fuego.

A diferencia de otros días, en Roboré ya no se ve un fuerte movimiento como ocurría en días atrás. Los bomberos voluntarios que aún quedan han marchado hacia Concepción y San Ignacio donde hay más incendios.

Entre los que quedaban el viernes pasado era Carlos Cesarí Rivero, un carpintero de 31 años de edad que decidió cerrar su taller para ayudar a que el bosque no se extinga, para que sus tres hijas puedan disfrutar de los ríos y bañarse en ellos y disfrutar de los árboles que se están quemando.

Houseman Montano, propietario de Rancho Grande, la propiedad que ha sido afectada por el incendio, dijo que el fuego ha sido devastador y que vienen peleando con las llamas desde hace 25 días.

“No nos llueve desde hace seis meses, hemos ido retirando el ganado y mudando todo. No hay qué coman. Se quemó todo. Los esfuerzos se hicieron, pero no es controlable. Esto solo Dios lo va a parar, con una buena lluvia”, dice el propietario de Rancho Grande y mira el cielo que desde arriba lo mira todo. Es un cielo opaco, atormentado por el humo que sale de los bosques convertidos en cenizas. Un cielo que no anuncia ninguna lluvia.