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17 de septiembre de 2019, 4:00 AM
17 de septiembre de 2019, 4:00 AM

Algo no cuadra en la obstinada posición del Gobierno de no declarar desastre nacional por los incendios en la Chiquitania. El sentido común nos dice que no hace falta que ocurra un terremoto devastador para que el país pueda acceder a toda la ayuda internacional posible.

Peor si hay soberbia de por medio, como cuando el canciller afirma que declarar desastre significa “entregar la administración del país y del tema a un organismo extranjero”.

Hay hechos que no se han dimensionado adecuadamente: el primero es que el país no tuvo la capacidad de prevenir el desastre; luego subestimamos la magnitud de los incendios y tardamos una eternidad en combatirlos con la debida capacidad. Y la mayor falta de sensibilidad: no son escombros de hormigón los que han quedado atrás, pero sí son escombros de una naturaleza que tardará décadas en recuperarse, en el mejor de los casos.

Causa tremendo regocijo ver árboles que ya están floreciendo en medio del bosque quemado. La naturaleza es generosa, resiliente como ella sola. Aprovecha el menor resquicio para propagar la vida, lo cual explica que en este planeta haya tanta diversidad a pesar de cataclismos y extinciones masivas.

Quizá los seres humanos no nos damos cuenta de nuestra propia fragilidad frente al deterioro medioambiental. Como dijo algún experto, si la historia del planeta se pudiera plasmar en un periodo de un año calendario, todavía tendríamos dinosaurios en Navidad y el ‘dominio’ humano abarcaría apenas las últimas horas del día 31 de diciembre.

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