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18 de enero de 2019, 4:00 AM
18 de enero de 2019, 4:00 AM

Este 22 de enero se cumplen los 13 años del llamado ‘proceso de cambio’, seguramente el último brindis antes de la caída de este impactante ciclo de la historia de Bolivia. La perspectiva del tiempo ayudará a comprender los alcances de sus medidas sociales y económicas: cuáles fueron simiente, cuáles fueron solamente un tropel, con mucho ruido y pocas nueces.

En dos asuntos no hubo transformación. El primero es el referido al horizonte del ser humano, del que tendría que haber salido una persona nueva, un ‘hombre nuevo’. El modelo se basó en extender la demanda interna. La inclusión se dio sobre todo fomentando el consumo: más canchas, más cemento, más autos –así sean chutos–, más tiendas, más contrabando, más festejos, más chicas modelando, más chicos con lentes oscuros.

No hubo un proceso de inclusión a través de la sabiduría, del conocimiento. Falló la Ley Avelino Siñani y, en este lustro, los bachilleres bolivianos tienen menos competitividad que los bachilleres colombianos o chilenos. Algunos éxitos personales y aislados no alcanzan para borrar la marca colectiva de ‘mediocres’.

El segundo asunto sorprende: la falta de narrativa para acompañar las acciones políticas. Las revoluciones mundiales desde el siglo XIX priorizaron el apoyo a las expresiones artísticas (sobre todo las ‘políticamente correctas’), la movida cultural de la nueva nación (el Estado novo brasileño, el Chile de Salvador Allende, el sandinismo en los 80).

Aunque el Gobierno del Estado Plurinacional subtituló la frase ‘revolución cultural’, este aspecto no está ni en fase embrionaria. La excesiva propaganda fue repetitiva, no creativa. ¿Quién podrá, por ejemplo, coleccionar los afiches de este proceso como sucede con los carteles de la revuelta bolchevique?

Los danzarines –que ya tenían su propia dinámica–, ligados a entradas folclóricas patronales, no desarrollaron narrativas complementarias al discurso oficial. Ni siquiera en el folclore hubo una vigorosa generación de compositores del ‘proceso de cambio’. ¿O son Los Kjarkas el símbolo del socialismo del siglo XXI?

Los actores no presentaron obras para reflexionar sobre el Movimiento Al Socialismo (MAS). El intento más cercano fue el de Percy Jiménez con el ciclo de los ‘B’, aunque sus propuestas eran más una consecuencia de su propia dramaturgia que una reacción al estallido aimara.

Los cineastas tampoco aportaron a una narrativa complementaria al ‘evismo’, filmes que podríamos calificar como ‘de la era del MAS’. Al contrario, el mismo autor que inmortalizó el 52, Jorge Sanjinés, se convirtió en su propia caricatura deformado por su película aduladora. Juan Carlos Valdivia quedará como el mimado del museo de Orinoca más que como director de ‘época’. Las muchas películas bolivianas importantes de esta década recorrieron otras carreteras.

No hay nuevos nombres en las artes plásticas de la talla del trotskista Alandia Pantoja o de las modernistas María Luisa Pacheco, Esther Ballivián, Graciela Boulanger en los años 50. Es un periodo de poco alcance que deja escasa herencia.

Revistas auspiciadas por la Vicepresidencia o por el Tribunal Supremo Electoral o las colecciones de la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia se limitaron a reproducir notas de los simpatizantes sin lograr consolidar un pensamiento, una ‘escuela’.

La derrota del MAS es interna, no obra de la oposición ni del imperio.

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