Opinión

Primeras y eternas luces

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9 de junio de 2019, 6:00 AM
9 de junio de 2019, 6:00 AM

Cada vez que llega el 6 de junio, Día del Maestro en Bolivia, recuerdo la historia de una pareja de profesores que conocí en uno de los colegios de mis hijos. Ella y él dividían cada día, y cada uno, tres jornadas laborales distintas y en distintos establecimientos escolares. Por la mañana, enseñaban en colegios privados. Por la tarde, en escuelas públicas. Y por la noche, en un CEMA (Centro de Educación Media de Adultos), hoy con nombre nuevo, Centro de Educación Alternativa (CEA). Los fines de semana estaban dedicados a corregir exámenes, revisar tareas y programar actividades propias del calendario escolar. Entre los dos no lograban generar un ingreso medio suficiente para cubrir las necesidades básicas de la familia que completaban tres hijos, uno ya por entrar a la universidad.

Esa historia me conmovió muchísimo. Nunca, hasta entonces, había logrado percibir con tanta crudeza la realidad que vivían –y viven, estoy segura- decenas de miles de maestros en Bolivia. La pareja de profesores me abrió las puertas de su humilde y alejada vivienda, me presentó otras historias similares a la suya y me dijo que, pese a todo, iba a seguir en el magisterio, enseñando hasta el último respiro. Había en ambos un brillo en la mirada, incluso ingenua, cuando hablaban de sus estudiantes, cuando contaban las anécdotas en las aulas, hasta cuando comentaban las marcadas diferencias que había entre los colegios en los que enseñaban. Pero cada día, decían, era un aprendizaje para ellos mismos. Claro, suspiraron al final del relato, ¡amalaya los maestros pudieran ganar un poquito más!

Amalaya, habrá que repetir ahora, después de más de una década de ese relato. Resulta difícil creer que esa realidad haya cambiado sustancialmente en todo este tiempo. Si así es el área urbana, en grandes capitales como Santa Cruz de la Sierra, ¿se pueden imaginar cómo será la realidad que viven los profesores del área rural? Escuelas deterioradas, si es que las hay; falta de materiales; difícil acceso a las localidades donde están los centros; y, por lo general, magra y demorada asignación presupuestaria. La peor parte se la llevan los 127.609 profesores en ejercicio en la educación pública que hay en el país (dato del INE 2006-2017, citado por EL DEBER), que deben librar además batallas de todo tipo para poder acceder a un ítem, cuya oferta depende de la “generosidad” del Estado.

Esto, sin contar el drama que tienen que enfrentar quienes aspiran a entrar a una escuela superior de formación de maestros, como se llaman hoy las antiguas “normales”. A inicios del año pasado, EL DEBER narró la desesperación de 5.311 postulantes a una de las cuatro escuelas superiores de formación de maestros (Enrique Finot, en la capital; Rafael Chávez, en Portachuelo; Multiétnica, en Concepción; y una en Camiri) o una de las tres unidades académicas (Vallegrande, Charagua y San Julián) que funcionan en el departamento. Solo había 700 cupos disponibles. Es decir que 4.611 aspirantes a ser maestros quedaron fuera y sin chance de formarse como tal, pese a la carencia de maestros en el sistema público.

Si faltan maestros y hay una alta demanda de formación, a pesar de los bajos salarios, ¿no cabría al Estado idear una fórmula inteligente que priorice la formación de más maestros, la infraestructura y el equipamiento de escuelas públicas, de tal forma de favorecer en serio la escolarización adecuada de los niños y adolescentes bolivianos? Esa apuesta sería el mejor y más sincero homenaje a los maestros cada 6 de junio y cada día del año. Algo sí factible, si se habla en serio de darle prioridad a la educación como el mejor camino para lograr un desarrollo sostenible y justicia social. En esa apuesta, los maestros son clave. Lo sabe bien el Grupo Editorial La Hoguera que, sin tener la responsabilidad ni los recursos del Estado y sin contar con un Sunny Varkey millonario, viene apostando por los profesores desde 2010, cuando creó su Casa del Maestro. O sea, sí se puede. La cosa es tener visión, ser coherente y consecuente con la misión, y querer alcanzarlas.

 

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