Opinión

No matarás a tu prójimo, de aburrimiento

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12 de noviembre de 2018, 4:00 AM
12 de noviembre de 2018, 4:00 AM

De todos los pecados que están permitidos a los seres humanos, hay uno que le está vetado a quienes escriben crónicas periodísticas. Ese pecado que dice: “No matarás a tu prójimo... de aburrimiento”.

El que lo haga será expulsado del paraíso y deambulará por las tierras áridas de la indiferencia y el olvido de los lectores hasta el final de los tiempos, a menos que ese cronista caído en desgracia se redima y desde su silla del purgatorio consiga escribir textos que enamoren, que seduzcan, que golpeen desde el primer hasta el último párrafo, que haga sentir que en esta vida no hay mayor gozo que leer esa gran historia que tiene ante sus ojos y en sus manos.

El aburrimiento es un animal enorme y el trabajo del cronista es abatirlo desde la primera palabra, golpear al lector con ternura, acariciarlo, regalarle esa primera palabra de un texto que debe romper el silencio, la monotonía de la vida y luego hacer caer el resto de párrafos como una lluvia plácida y serena y melancólica, arrullada por los timbales de las tormentas, deslumbradas por el resplandor de los relámpagos que en los tiempos de las cavernas asustaban a los primeros hombres de este mundo con la misma intensidad que ahora asustan los políticos cavernícolas que abusan del poder. Pero el cronista debe hacerlo no solo con una envoltura poética, sino con evidencias de que antes de sentarse a escribir, se ha arremangado el pantalón y las mangas de la camisa, que ha surcado territorios hostiles y que lo ha hecho con amor, con pasión al borde de la enfermedad, que no ha tenido miedo –como lo dijo Ryzard Kapuscinki- ni a las balas, ni a las víboras, ni a la fiebre, ni a las espinas, ni a las enfermedades venéreas ni a las letrinas, porque solo así es posible ser periodista, un contador de historias de buena ley para denunciar la ley de los hombres malos que matan a otros hombres y a los animales y a los árboles y a tantas cosas buenas que ya no están en este mundo.

El famoso ejemplo del iceberg: el texto que se lee es solo la punta de hielo que se ve encima del mar. Toda la montaña helada que sostiene a esa punta está debajo son los datos y toda la investigación que alimentaron a la historia maravillosa que usted disfruta con una taza de café. Una crónica se sostiene con una estructura sólida que no se ve, pero que el lector la siente porque la va descubriendo a medida que avanza y trepa por las hazañas y se asombra como se asombran los niños cuando descubren algo que puede bien ser un tesoro mágico y escondido que algún genio ha dejado en el camino.

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