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13 de junio de 2019, 4:00 AM
13 de junio de 2019, 4:00 AM

Faltando poco más de cuatro meses para las elecciones generales en Bolivia, el electorado está siendo bombardeado con propaganda. Sin embargo, no es ni remotamente posible que la percepción que se tiene de los funcionarios y los políticos sea positiva.

En primer lugar, el electorado en Bolivia participa de una añeja y extendida desconfianza en los políticos (en el Segundo Estudio Nacional de Cultura Política y Democracia del año 2004 solo un 1,5% de los encuestados veía la política como una “actividad honrosa”).

Pruebas de que el problema no se ha superado en la actualidad son las siguientes: la encuesta que el Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales de la Universidad Autónoma Gabriel René Moreno publicó en marzo del presente año y el Índice de Percepción de la Corrupción, aportado por Transparencia Internacional, que permiten concluir que en Bolivia se desconfía cada vez más de la cosa pública y que se percibe mucha corrupción en las instituciones estatales. Si se toma en cuenta que los políticos, devenidos en funcionarios, definen en líneas generales el programa de la mayor parte de las instituciones y que, según se ha denunciado en muchas oportunidades, influyen en las demás rompiendo con la separación de poderes del Estado y con el régimen de autonomías, se puede inferir, a partir de los resultados de los estudios mencionados, que los bolivianos también desconfían de sus políticos y que los relacionan con la corrupción.

Todo apunta a que, más que una percepción, se trata de una realidad: Bolivia es un país en el que se está extendiendo y normalizando la corrupción en el sector público, generando cada vez más desconfianza. Y ante este problema, la metáfora de los idólatras, del Zaratustra de Nietzsche, contiene una mordaz alusión a los funcionarios y los políticos; dice: ¡Ved pues a esos superfluos! Se hacen ricos y, sin embargo, empobrecen. Quieren poder, y en primer lugar la palanqueta del poder: mucho dinero. ¡Pobres de ellos! ¡Vedlos trepar! ¡Esos ágiles monos! Trepan unos por encima de otros y así se arrastran al fango y a la profundidad.

Todos quieren llegar al trono; su demencia consiste en creer que la fortuna se sienta en el trono. Con frecuencia es el fango el que se sienta en el trono, y también el trono se sienta en el fango. Locos son para mí todos ellos, y fanáticos, y monos trepadores. Su ídolo, el frío monstruo (el Estado), despide mal olor; me huelen mal todos esos idólatras.

La historia laurea la lucidez que Nietzsche tuvo al señalar a los Estados modernos como entes putrefactos y a la moral del mono trepador como el principal vicio que corrompe sus entrañas; es decir: a las instituciones. Y cabe acotar en este punto, que un participante de esta moral es, para el resto del país, más peligroso que un mono con navaja.

El problema, entonces, es que los políticos y funcionarios piensan en el poder como el fin último y en el dinero abundante como una palanqueta con la que pretenden seguir abriéndose puertas en sus frenéticos ascensos en la jerarquía de la cosa pública.

Así las cosas, la solución pasa por recuperar la vitalidad política del soberano en democracia: el pueblo. Se requiere que obligue a los políticos y funcionarios a trabajar honestamente o, en caso de continuar como monos con navajas, a entrar en las jaulas que correspondan.

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