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20 de junio de 2019, 4:00 AM
20 de junio de 2019, 4:00 AM

Uno de los temas más discutidos hoy en las ciencias sociales es el retorno al populismo, tanto en América Latina como en otras democracias del mundo se perciben los signos del populismo de izquierda o de derecha, cuyas características son muy diversas, pero que tienen en común elementos que vale la pena recordar. En primer lugar, la dominación carismática de líderes políticos que se sobreponen a partidos, instituciones y regulaciones normativas; en segundo lugar, se trata de gobiernos que se sustentan sobre una alta dosis de legitimidad consagrada por procesos de redistribución económica, políticas sociales que favorecen a sectores deprimidos o antes excluidos, medidas estatistas o nacionalistas; en tercer lugar, el uso de elementos simbólicos y discursivos de alto impacto que interpelan a las necesidades, miedos y anhelos de la población, a partir de los cuales se producen procesos de polarización; en otras palabras, construyen o si es necesario crean enemigos, para generar situaciones dicotómicas y establecer fronteras entre los buenos (nosotros) y los malos (ellos), el pueblo versus la oligarquía, la nación versus el imperio, clases medias emergentes versus clases medias decadentes y así sucesivamente.

De ahí que, una marca importante del retorno de los populismos en el siglo XXI es el uso del discurso, la retórica y elementos simbólicos capaces de interpelar y articular a distintos sectores sociales detrás de un líder o una consigna. En el caso boliviano, el epíteto del discurso del actual Gobierno fue y continúa siendo el “proceso de cambio”. Alrededor de esta enunciación han circulado otros discursos complementarios, como “socialismo comunitarista”, “descolonización”, “soberanía nacional”, “patriotismo”, “nacionalización”, “indigenismo”, entre otros, que han impregnado el mundo simbólico durante los primeros años de Gobierno, pero cuyas connotaciones han sido parciales y han terminado casi abandonadas por los propios protagonistas.

Sin embargo, no ha ocurrido lo mismo con el enunciado “proceso de cambio”. Desde el primer Gobierno de Morales hasta la actualidad, en los albores de su cuarta postulación, el “proceso de cambio” continúa convocando a la población; pero ¿a qué se debe el éxito y persistencia de este enunciado?

El “proceso de cambio” ha logrado posicionarse como un significante vacío, que en su momento constituyó una potente respuesta política a las condiciones históricas en que había quedado en país después del advenimiento del neoliberalismo y el sistema de partidos pluralista o la democracia pactada. La necesidad de un cambio interpeló a una diversidad de sectores sociales unidos por el rechazo al régimen y a la necesidad de una transformación económica y política radical, y a la inclusión social. No obstante, su fuerza que, en primera instancia, representó las demandas y aspiraciones de sectores indígenas y campesinos – en particular durante la Asamblea Constituyente-, con el paso de los años se fue diluyendo en las necesidades del propio proyecto de poder de expandirse y abarcar a otros sectores sociales. De esa forma, hoy convoca tras de sí, además de los campesinos e indígenas a quienes se dirigía en un primer momento, a sectores populares urbanos en general, comerciantes, gremialistas, loteadores, cooperativistas, obreros, e inclusive empresarios -ex “oligarcas”, ahora considerados patrióticos-, con los cuales intercambia bienes simbólicos y materiales de conveniencia mutua, y busca ampliar su base electoral.

Así, en el tercer lustro de mandato, “proceso de cambio” significa todo y nada, cualquier cosa, un contenedor que puede ser llenado indistintamente con diversos contenidos y, de manera paradójica, de acuerdo al discurso oficial, en la actualidad se articula exactamente su contrario: la estabilidad y la permanencia.

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