El Deber logo
8 de noviembre de 2018, 4:00 AM
8 de noviembre de 2018, 4:00 AM

De Watergate y los Papeles del Pentágono en tiempos de Nixon, a Wikileaks, la “trama rusa” y los nuevos populismos, los abusos del secreto y el espionaje oculto en operaciones de engaño y manipulación que imperaron durante la Guerra Fría mutaron en la liberación masiva de información, operaciones de difamación, producción de escándalos y noticias trucadas, perforación de la privacidad y filtraciones orientadas hacia objetivos precisos. La tan mentada posverdad actual no debe ser entendida como una conclusión sobre la producción del conocimiento. No se refiere a la diseminación de hechos falsos, campañas de desinformación, “noticias basura” y propaganda. La mentira es tan vieja como la retórica y el poder. Cualquiera con mínima memoria recuerda episodios de manejo distorsionado de los hechos y maniobras de engaño por parte de los gobernantes de turno, incluido el presidente Evo, mucho antes que Oxford declarara solemnemente el arribo de este fenómeno comunicacional. La novedad de la posverdad es la democratización de la expresión en Internet que posibilita la recepción caótica, distorsionada y cuestionada del conocimiento producido por las instituciones modernas como el Estado, la ciencia y el periodismo.

¿Qué aporta la posverdad? La posibilidad de crear un contexto en el que la verdad y la contrastación y presentación de pruebas se valore tan poco que pueden subsistir todo tipo de mentiras e ideas sin pies ni cabeza.

Donald Trump es el maestro de la manipulación y el uso extensivo de esta política de la posverdad a través del twitter, que le lleva a difundir anuncios disparatados y mensajes llenos de invectivas, que la vocera de la Casa Blanca justificó como útiles y necesarios. En el mundo digital ha encontrado el campo propicio para desarrollar su estrategia comunicacional, donde “todo vale”, menos que lo cuestionen. Con su poder omnímodo y arrollador triza los filtros arbitrales de la verdad.

La situación presente es un duro golpe a las instituciones que asumieron ser dueñas de la verdad. La rebelión ciudadana disputa las falacias elucubradas por el poder político. El feminismo corre el telón de la violencia machista y el silencio cómplice de un patriarcado “machista”. Activistas disputan versiones policiales de lo sucedido. Ya no hay un régimen único de la verdad, finamente construido, estático, todo poderoso, asfixiante. Basta recorrer las redes sociales para observar que la verdad es efímera, fragmentada e impugnada.

Esto es motivo de celebración y preocupación. El colapso del monopolio de la verdad no implica que debamos alabar a la revolución digital y agradecer a San Zuckerberg. Una de las ironías es que la posverdad se alimenta de más oportunidades para la expresión pública. El caos de la comunicación digital favorece la desinformación y las creencias segmentadas, tal como lo demuestran recientes campañas electorales. El engaño ya no es solo un ejercicio maquiavélico de arriba hacia abajo, del poder a la ciudadanía. Las mentiras fluyen en múltiples direcciones en la ecología digital contemporánea.

Como dijo el comunicador estadounidense Silvio Waisbord: “Creamos en quienes buscan la verdad. Dudemos de quienes la encuentren.

Tags