El fiscal argentino que investigaba el atentado de 1994 apareció muerto, con un disparo en la cabeza, en el baño de su casa hace cuatro años. Desde entonces, el asunto se ha convertido en un campo de batalla política

El Deber logo
18 de enero de 2019, 10:29 AM
18 de enero de 2019, 10:29 AM

La muerte del fiscal argentino Alberto Nisman, que investigaba el atentado de 1994 contra un centro judío y apareció en el baño de su casa con un disparo en la cabeza, cumple hoy cuatro años, con la investigación estancada en la Justicia pese a que el asesinato ya es la hipótesis oficial.

Con el asunto enfangado y convertido en un campo de batalla política por sus profundas implicaciones, la falta de certezas y de rumbo de la causa puede llevarla al cajón, ya rebosante, de los misterios que han surgido desde el ataque terrorista en Argentina, que dejó 85 muertos y sigue impune.

Pocos días antes de su muerte, Nisman había acusado públicamente a la entonces presidenta Cristina Fernández (2007-2015) de encubrir a los sospechosos iraníes del atentado por intereses geopolíticos y comerciales, pero en la víspera de sostener en el Congreso su polémica denuncia -sus críticos argumentan que era endeble y carecía de pruebas-, el fiscal fue encontrado muerto.

Las primeras pericias aseguraron que no habían actuado terceras personas, una conclusión que apuntaba hacia el suicidio, pero tras el cambio de juez -y de Gobierno- el caso dio un giro de 180 grados.

A finales de 2017, un nuevo análisis encabezado por la Gendarmería, una fuerza que no había participado en las primeras investigaciones, desmintió el primero y estableció su versión: dos personas drogaron con ketamina, golpearon y asesinaron al fiscal, al tiempo que manipularon la escena para simular un suicidio.

El juez adoptó esa posición poco después, y afirmó en un fallo que Nisman había sido asesinado como consecuencia de su denuncia contra Cristina Fernández, una tesis que recibió el visto bueno de la Cámara Federal el pasado junio, pero tras ello apenas ha habido avances en la causa.

Uno de los puntos a los que se dirigió la investigación es el asistente del fiscal que le dio el arma, Diego Lagomarsino, procesado y con una tobillera de localización desde que la Justicia asumió la tesis del asesinato, que siempre ha sostenido que su papel se limitó a facilitarle la pistola a Nisman cuando este se la pidió.

En paralelo, la causa por encubrimiento en el atentado de la AMIA prosiguió, y en diciembre de 2017, se dictó el procesamiento de Fernández con prisión preventiva, pero por su condición de senadora su detención debe ser aprobada por la Cámara Alta, y los intentos del oficialismo a lo largo de 2018 de llevar a cabo esa votación han sido un fracaso por la falta de apoyo entre la oposición.

De nuevo en el caso Nisman, hace menos de un mes su exmujer, querellante en la causa y una de las principales impulsoras de la teoría del asesinato, renunció a su papel de acusación, alegando que durante todo el proceso ha recibido amenazas que no se han esclarecido y buscando garantizar su seguridad y la de las dos hijas que tenía en común con el fiscal.

La parálisis de la investigación y sus grandes contradicciones contribuyen a la división que genera la muerte del fiscal, reflejo de la del panorama político: un asesinato arrojaría muchas dudas sobre la expresidenta, y por el contrario, si Nisman acabó con su propia vida, daría firmeza a las voces de quienes dicen que precisamente se suicidó porque su denuncia contra ella era falsa.

Mientras Argentina sigue enredada en esta discusión, la madre de Nisman, Sara Garfunkel, participó en un homenaje al fiscal y la inauguración de un monumento en su honor en Israel, país que sostiene con fuerza la autoría iraní del atentado a la AMIA, cuyas repercusiones llegan más allá de Argentina y se mezclan con asuntos internacionales.

En una entrevista a la Agencia Judía de Noticias, la madre de Nisman afirmó: "Lo que digan los demás no me importa. Por mí pueden hablar, pero sé que lo mataron".

En su cuarto aniversario, el caso de la muerte del fiscal es un capítulo más de la incapacidad, en el mejor de los casos, de las autoridades argentinas por dar respuestas que ayuden a cerrar las heridas que abrió el mayor ataque terrorista de la historia del país.