Los ganadores son Frances Arnold y George Smith, de EEUU, y el británico Gregory Winter. Su trabajo ha revolucionado la química y el desarrollo de nuevos medicamentos

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4 de octubre de 2018, 4:00 AM
4 de octubre de 2018, 4:00 AM

Nobel de Química reconoció ayer a los estadounidenses Frances H. Arnold y George Smith y al británico Gregory P. Winter por los avances en el desarrollo de proteínas a partir del aprovechamiento del poder de la evolución.

Su trabajo ha revolucionado tanto la química como el desarrollo de nuevos medicamentos y sus métodos han posibilitado una industria más limpia, producir nuevos materiales y biocombustibles, mitigar enfermedades y salvar vidas, destacó en su fallo la Real Academia de las Ciencias Sueca.

El premio ha sido otorgado por haber “tomado el control de la evolución y haber usado sus mismos principios para desarrollar proteínas que resuelven muchos problemas de la humanidad”, agregó el comunicado.

Las investigaciones de los tres premiados han permitido que la humanidad realice el equivalente a la agricultura o la ganadería en el mundo de los microbios y las moléculas. La evolución dirigida permite domesticar microbios para que desarrollen proteínas que no existen en la naturaleza y que se aplican a la creación de nuevos combustibles y fármacos contra muchas enfermedades, desde la diabetes al cáncer metastásico.

El presidente del comité de Química de los Nobel, Claes Gustaffson, indicó que “el premio este año supone una revolución basada en la evolución”.

El aporte de cada uno

Arnold, catedrática de ingeniería química, bioingeniería y bioquímica en el Instituto de Tecnología de California (Caltech), recibe la mitad del premio (435.000 euros) por inventar “la evolución dirigida de enzimas”.

A finales de la década de 1970, esta ingeniera mecánica y aeroespacial dio un giro a su carrera para buscar nuevos métodos de producir este tipo de proteínas ubicuas en la naturaleza, encargadas de catalizar todas las reacciones bioquímicas de los organismos vivos. La capacidad de cada una de las miles de enzimas conocidas -como las que permiten a microbios vivir sin oxígeno o alimentarse de compuestos tóxicos- depende de su secuencia genética, que contiene la receta para fabricarla a partir de un reducido catálogo de 20 aminoácidos.

En 1993 Arnold desarrolló por primera vez un método para introducir mutaciones en la secuencia genética de enzimas e introducirlas en bacterias. Este ganado microscópico servía para producir miles de variantes diferentes de la enzima en cuestión que después eran seleccionadas y mejoradas generación tras generación hasta tener una nueva proteína con propiedades que no se dan en la naturaleza.

Smith y Winter reciben la otra mitad del premio por la “presentación de péptidos y anticuerpos en la superficie de fagos”. En 1985, Smith, profesor Emérito de la Universidad de Misuri, inventó una nueva forma de domesticar bacterias infectándolas con virus modificados genéticamente. Los patógenos se insertan en el genoma de las bacterias y secuestran su metabolismo para producir millones de proteínas diferentes. El método permite identificar qué gen es responsable de producir una proteína ya conocida.

A mediados de la década de los 90, Gregory Winter, biólogo molecular de la Universidad de Cambridge, usó este método para crear bibliotecas -o mejor genotecas- con las instrucciones para crear miles de millones de anticuerpos diferentes y desarrolló métodos para buscar y seleccionar entre todos ellos los que tienen interés terapéutico.

De esta forma se creó adalimumab, que neutraliza la proteína TNF-alfa, causante de la inflamación de las enfermedades autoinmunes, que fue aprobado en 2002 para tratar la artritis reumatoide. Otros anticuerpos humanos fabricados en bacterias son capaces de neutralizar la toxina del ántrax y de frenar el cáncer gracias a su capacidad de unirse selectivamente a las células tumorales.

“Esta técnica supone un paso mayúsculo”, es el “paradigma de cómo a partir de nada se puede desarrollar un anticuerpo humano que no genera ningún rechazo inmunológico y que tiene un impacto terapéutico tremendo”, explica Luis Álvarez-Vallina, profesor de la Universidad de Aarhus (Dinamarca).

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