Un ensayo sobre la vida y el arte de Johann Wolfgang von Goethe, el hombre que dominó el arte de encajar su temperamento en los diferentes órdenes del vivir

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16 de marzo de 2019, 4:00 AM
16 de marzo de 2019, 4:00 AM

Más que del arte en sí, era un genio de la vida. Dominó la ciencia del buen vivir. Supo desde muy joven que el arte tenía un genio, y quiso descifrarlo, pero más que nada quiso descifrar el arte de la vida y hacer de su vida una obra de arte.

Como dice uno de sus biógrafos, Safranski, “no sólo se le da bien la poesía, poetiza también la vida”. En su espíritu coexistieron, en armonía jamás vista, los dos antagonistas de siempre del mundo occidental: Apolo y Dionisio. Prudente y osado. Generoso y egoísta. Anacrónico y reformador. Ardiente y cerebral. El infierno y el cielo estaban en su cuerpo y su mente. Pero lo bueno siempre salía a relucir más que lo malo.

Era como si todo cuanto él tocara, personas y objetos, resultara magnificado en su esencia y se transformara hacia una excelsitud bajada del cielo. La naturaleza, las hojas y el viento le hacían suspirar mientras, a la sombra de un árbol, leía a Homero, y en su espí- ritu se condensaban y agitaban las alquimias más pesadas y potentes de la naturaleza humana cuando descifraba el sentido verdadero de esta naturaleza en los versos de Shakespeare. Era esbelto de cuerpo pero también tenía un alma hermosa. Sentía envidia y era noble.

Si bien su carácter fue tenaz y altivo, había momentos en que se sintió el más débil y pequeño de los hombres. Amigo incondicional cuando le nacía serlo. Con las damas, galán y de conversación sencilla; con los cortesanos y políticos, altivo y gallardo; con los niños, adorable y juguetón; con los poetas y filósofos, sabio en su más alta expresión.

Con la vida, un hombre. Goethe no es un hecho alemán, es un acontecimiento universal. Y no lo es solo por su literatura, no lo es solo por haber abarcado tantas disciplinas del conocimiento y su saber polivalente, lo es por ser la personalidad que abarcó las más variadas experiencias del vivir secular. Quien habla con él, puede hablar de religión, política y literatura, pero también de sentimientos y de naturaleza. Dominó el arte de encajar su temperamento en los diferentes órdenes del vivir.

Superponía su orgullo cuando la circunstancia se presentaba y se hizo el ser más miserable cuando debió. Quizá no haya testimonio de alguna otra persona que haya vivido tan plenamente su época y su siglo como él. Si en Fausto está representado su autor mismo, que quiere tenerlo todo con el saber infinito; si en el Werther está la concepción de la vida romántica y de amor; si en la Elegía de Marienbad está la expiración de un hombre que ama con la pasión más ardiente que el mismo fuego, en la vida de quien escribió todos esos textos está la más contundente prueba del hombre cíclico que quiere serlo todo.

El escritor Johann Peter Eckermann, en sus Conversaciones con Goethe, quiso dar eso mismo: la prueba de las dimensiones titánicas a las que puede llegar. En el mundo hubo, hay y habrá escritores y genios, y la mayoría de las veces medimos el talento de éstos por sus cerebros. Pero con este hombre las cosas son diferentes: su genialidad está también en la sensibilidad que tiene ante la vida más profana y más trivial, ante la contingencia más sencilla pero que, vivida con maestría, puede ser la más gloriosa.

Estamos ante uno de esos casos excepcionales en que un cerebro privilegiado está en el cuerpo de una persona que abriga un alma hecha para el amor, aludiendo al más amplio sentido de esta palabra.

Vivía en armonía consigo mismo, volando por encima de las críticas y caminando con humilde serenidad por debajo de los elogios. Estamos ante la realidad de un hombre que, a los setenta y cinco años, con la cabeza cana y las arrugas del rostro pronunciándosele cada vez más, es capaz de enamorarse locamente de una niña de diecinueve primaveras y declararle su amor con desparpajo.

Y estamos también ante un hombre de Estado que puede manejar la diplomacia, las minas de Ilmenau, organizar milicias y administrar dineros públicos y la construcción de caminos.

Es interesante analizar la evolución de su personalidad: de joven, frívolo, travieso y despreocupado; de adulto, sereno, mesurado y hasta melancólico.

Pero si hay algo que nunca cambió en su ser, fue el cariño que les tuvo a las mujeres. Se enamoró de varias hasta quedar su corazón perplejo y de otras solamente tuvo sus caricias momentáneas. Goethe representa al varón en su expresión más alta. Amó el espíritu y la carne. Incluso se dice que tuvo relaciones incestuosas con su hermana Cornelia. Se deshizo el alma cuando tuvo en frente un corazón femenino imposible así como dejó a muchas damitas desahuciadas y con el alma hecha pedazos.

Pero si frecuentó cortes y fue un enamorado inexorable, también incursionó en la faceta de la amistad más pura y verdadera. Había, pues, alguien cuya compañía lo exaltaba en los planos personal e intelectual; su conversación lo animaba y revivía, haciendo de él un escritor casi indestructible. Lo volvió a la poesía. Su espíritu se llenaba con la inteligencia y la creatividad del otro, y cuanto éste caía enfermo, cuidó de él con amor paternal y fraterna diligencia. Esta persona que le encendió el fuego de la amistad se llamaba Schiller.

Y cuando murió, en 1805, Goethe se hundió en los abismos de la depresión. Su vida no es otra cosa que la búsqueda de la totalidad. Vivió plenamente, con tristeza y alegría, con triunfos y fracasos.

Porque eso es el hombre total: la unión de todos los elementos que hay en el espíritu y la naturaleza. Quizá su personalidad pueda resumirse en estas frases que, con motivo de describirse él mismo, escribió en 1780 a su entonces amigo Lavater: “Este deseo vehemente de elevar tan alto como sea posible en el cielo abierto la pirámide de mi vida supera todo lo demás y apenas permite un instante de olvido. No puedo demorarme, tengo ya unos años; es posible que el destino me parta por la mitad y la torre babilónica quede truncada. Digamos por lo menos que fue proyectada con audacia”.

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